Ha de ser porque no suelo asistir a eventos dancísticos que me sorprendió el hecho de ver a un pianista tocando en vivo durante la función de Cirko de Mente, mientras un video proyectado sobre el escenario de la Sala Miguel Covarrubias mostraba una coreografía. La escenografía consistía en un árbol que era explorado por la única bailarina de la pieza: Andrea Peláez.
Una vez finalizado el video, la tela en la que fue proyectado cayó para descubrir un cúmulo de lazos y en medio de ellos, como atrapada por una telaraña, estaba la protagonista. A ratos, sus movimientos semejaban dolor, un dolor que no se abarca en cinco letras, pero que podía ser percibido por quienes presenciábamos aquella danza: el estremecimiento tomó su cuerpo y tensó sus articulaciones; su boca se abrió para permitir que un grito escapara sin que el sonido llegara nunca, las rodillas se movían con torpeza por las sogas y el riesgo de caer latía. Finalmente llegó al suelo.
Pausa.
Haciendo memoria, parece que la bailarina emergió de las raíces más profundas de la tierra, escaló desde lo subterráneo (desde esa perspectiva, da la impresión de que la vida comienza donde no hay luz), con el propósito de andar en la superficie, a la altura del tronco de los árboles. En realidad, aquellas que yo consideré raíces resultaron ser las ramas. Todo depende del lugar desde donde miremos; según nuestra posición la vida puede ser muerte —bastaría preguntar a los padres de los desaparecidos si su espera no se trata un poco de ir perdiendo el aliento cuando el grito que busca no recibe respuestas—. La muerte resguarda vida al mismo tiempo: a las largas épocas de siembra y cosecha sucede a veces un incendio provocado por quienes cultivan la tierra, lo anterior con el propósito de que la tierra obtenga nutrientes de las cenizas que quedan y, entonces, se renueve y esté lista para otra temporada de frutos.
Durante la tercera parte de la coreografía, en caso de que resulte válida la fragmentación del movimiento, Peláez camina sobre el escenario. Lleva una mochila de la cual extrae semillas que esparce por el suelo, como dejando un rastro con el cual pueda ser encontrada. Cesa la música, nacen árboles.
Si recuerdo mejor, el asombro inició cuando entramos al recinto: algunas personas que estaban en taquilla nos dieron una hoja de papel y lápices para que, al finalizar Punto de bifurcación, plasmáramos en letras lo que nos había hecho sentir la coreografía que estábamos a punto de presenciar. La fascinación permeó el tiempo que la función había durado porque, como no sucede a menudo, los espectadores pudimos subir al escenario y caminar entre las telas donde aparecían árboles muy altos y pisar las pequeñas semillas que Andrea Peláez esparció por el suelo mientras bailaba.
Carina Vallejo Fuentes
Punto de bifurcación de Cirko de Mente se presentó en el mes de mayo en la Sala Miguel Covarrubias del CCU. www.cultura.unam.mx.