Uno de los cuestionamientos que más me persigue es dónde empieza y dónde termina el lenguaje artístico. ¿Qué convierte, por ejemplo, la cadena de signos “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo” en un verso digno de haber sobrevivido cien años, y que tal vez consiga durar otros cien si nuestra especie no se ha destruido para entonces? Puede ser que mi respuesta sea una tautología, pero no tengo una mejor: su misma permanencia en el tiempo la convierte en artística. Intentaré explicarlo más adelante.
En su imprescindible estudio de las lenguas naturales, “El puesto del hombre en la naturaleza”, Charles Hockett enuncia que una de las características inherentes a ellas es la de propagarse y perderse casi al instante; en el mismo momento que decimos una frase, una palabra, siquiera una sílaba, ésta se disuelve irremediablemente en el silencio. El único fenómeno que nos permite extender, aunque sea por unos segundos más, la experiencia del lenguaje es el eco.
Cuando el eco se repite incesantemente, cuando la voz se rebela contra el tiempo y el mutismo, nos encontramos frente a un lenguaje que ha dejado de ser natural y ha ingresado en el dominio del arte, que no es sino una sinfonía de repeticiones de esa sola voz original. Todos los artistas son, en el fondo, místicos; todos, en el fondo, dicen lo mismo.
Conscientes de esto, a los artistas contemporáneos no les empacha tomar prestado algo de aquí y de allá, aún a pesar de las entrometidas leyes de la propiedad intelectual. Esta práctica que encontramos replicada en muchos momentos y por ingenios no cortos (baste como ejemplo el primer verso del soneto que abre las Rimas sacras de Lope de Vega, “Cuando me paro a contemplar mi estado”, calca del que también inaugura el Soneto I de las Obras de Garcilaso), ha recobrado su sentido originario: ocupar las palabras de otros como odres viejos en los cuales verter vino nuevo.
En medio de esta discusión aparece la intervención que el artista suizo-salvadoreño Nils Nova ha hecho en el Museo Experimental El Eco con la arquitectura emocional de Goeritz. La obra, que lleva el sugestivo y a mi parecer insuperable título de Eco El Eco, consiste en una tríada de polígonos irregulares de distintos colores dispuestos sobre las paredes de la planta principal del Eco, sobre cuyos muros también pintó Nova una especie de haz de luz blanquinegro que recorre toda la pieza.
En su conjunto, las piezas con las que Nova contribuye al paisaje del Eco constituyen una continuación y renovación del concepto de arquitectura emocional. Al igual que ésta se prefiere evadir los ángulos rectos, la mentida perfección y la estabilidad; se busca el desequilibrio, la armonía a través de la variedad y el contrapunto. Una de las piezas que compone la obra, un rectángulo color barro con un patrón de emparrillado pintado en blanco sobre su superficie, es la perfecta muestra de esto: los recuadros del lado superior derecho se interrumpen antes de terminar y dejan al polígono como manco. La pieza colocada como espejo frente a ésta es una gran plancha amarilla recargada sobre la pared, que al parecer nada tiene que ver con la frontera; no obstante, si vamos más allá de la forma y concebimos estos dos objetos como reflejos conceptuales, encontraremos una vía más transitable. Ninguno de los dos es estable; los dos son disonantes. Y a ambos los une el haz de luz pintado en la pared, como un cordón umbilical subterráneo.
Entonces, para entender la propuesta del suizo-salvadoreño y su diálogo con Goeritz conviene concentrarse en las ideas. Repasemos, pues, algunos de los conceptos antes enunciados, además de otros que no pueden faltar cuando hablamos del arquitecto mexicano: voz, religión, eco. En todos los ámbitos de la creación de Goeritz la presencia divina es irrenunciable: he mencionado en otro texto que el Museo del Eco es la catedral de la arquitectura emocional y no me desdigo.
Cuando el dios bíblico creó la totalidad de las cosas lo hizo a través de la palabra y nosotros, todo lo que conocemos, no es sino la repetición, el eco, de esa voz original. Los templos son la proyección terrenal del mundo celeste; así, el Eco, planteado como un edificio espiritual, obedece a esa misma lógica de conexión de lo divino y lo profano: de repetición en un plano de lo que hay en otro. El Eco es eco de la esfera divina; la obra de Nova es, por lo tanto, un eco del Eco.
Esta repetición incesante de voces es lo que convierte al título de la muestra en un acierto: Eco El Eco no sólo se refiere a la conversación de Nova con Goeritz, sino a la de Goeritz con otros y de esos otros con otros, hasta el infinito. Así, la exposición se convierte en una metáfora de la creación y una exploración de los límites del lenguaje artístico, al tiempo que se apropia del sistema artístico de Goeritz: la comunión con la totalidad, o sea la aceptación de que no somos sino partículas del Universo, susurros de la Voz Infinita.
Pedro Derrant
Eco El Eco de Nils Nova se exhibe en Museo Experimental El Eco hasta el 12 de junio.