Ver una película de Werner Herzog es firmar un pacto con lo insólito. Es dejar atrás todo conocimiento previo. Nunca se sabe exactamente qué es lo que deparará la obra. Últimas palabras (Letzte worte), cortometraje documental de la década de los sesenta, se divierte con esas extravagancias. Éste es un trabajo en el que no es posible distinguir qué es realidad y qué ficción; una especie de prestidigitación en la que el director es un maestro.
Individuos que repiten múltiples veces sus diálogos. Una mirada súbita a la isla griega de Spinalonga, donde antes existía una colonia de leprosos y ahora vive un hombre que vive la música hasta los huesos. Es el mejor de Creta. Saber exactamente cuáles son sus motivaciones o ambiciones es un completo misterio; uno de los mayores atractivos de este audiovisual. ¿Existirá objetivamente el viejo que fue forzosamente desalojado de su hogar?
Antonis Papadakis se rehúsa a enunciar palabra alguna. Sólo existen los incrédulos cretenses y el que toca la lira en un bar. En la cinta no es posible discernir en dónde inicia Papadakis y en dónde termina el anciano que saltó alguna vez de un barranco para reunirse con sus camaradas perdidos. Casas derruidas. Un hospital impotente. Un generador de luz inoperante. Quizá ahí viva el músico que deleita y sorprende a todo aquel que se le cruce enfrente; acaso exista exclusivamente en la mente de Herzog.
Mauricio Maldonado
Últimas palabras se exhibió recientemente en el Cinematógrafo del Museo Universitario del Chopo, como parte del ciclo dedicado al director alemán.