La función comienza en la oscuridad, cuando uno de los actores vestidos de negro entra en escena con una caja llena de velas que pone sobre una mesa vacía; mientras otro coloca libros, un montón de papel y otra caja con velas. Juntos construyen una biblioteca en la penumbra.
Los mismos actores hacen ejercicios de calentamiento, distensan los músculos. Se ponen unos guantes negros que casi los hacen desdibujarse con el fondo, para dar vida a un títere que emerge de entre las sombras y el montón de papel. Es una triste figura de madera y tela, enjuta y vieja, pero completamente poseída por los libros que la rodean: el mismísimo Don Quijote de la Mancha peleando contra su locura en un extraño leguaje sin palabras, convulso e incontrolable, a tal grado, que le permite desafiar a sus propios manipuladores.
Pero las novelas de caballería, que son el origen de su desorden, le ganan la justa y hacen que, ante el público, un pequeñísimo jinete –producto de la alucinación– monte sobre los aires una mano como a un caballo, señal inequívoca de que es el momento en que el pobre hidalgo descubre que tiene que volverse un caballero andante.
Así se puede narrar el inicio de la puesta en escena con títeres Quijote, de la compañía española Bambalina, que se presentó en el Foro Sor Juana Inés de la Cruz del CCU, como parte de la sesión extraordinaria Cervantes 400 años de Cátedra Ingmar Bergman.
Se trata de una lectura personal que el guionista Jaume Policarpio y el director Carles Alfaro, hacen de la obra más conocida de Miguel de Cervantes para representar la esencia de las aventuras que pasan al famoso hidalgo y su escudero, Sancho Panza. La adaptación destaca algunos temas como la locura, el amor, la confianza y la valentía, temas vistos siempre desde una perspectiva que oscila entre la contradicción barroca y el estilo oscuro de la obra de Goya.
Quijote se caracteriza por el uso de la técnica de teatro con marionetas bunraku, que se desarrolló en Japón durante los siglos XVI y XVII. En ella, los titiriteros forman parte de la escena y tienen el rostro descubierto para que puedan transmitir, con mayor precisión los sentimientos y pensares de los personajes. El proceso de dar movimiento a cada marioneta es muy complejo, ya que busca darle una apariencia lo más vívida posible, por lo que es necesario que tres personas manejen cada una de ellas.
En el caso de esta puesta en escena, sólo bastan dos para cubrir toda la obra. Ellos hacen del Quijote, Sancho, molinos de viento –improvisados con paraguas raídos–, bandidos con máscaras macabras, pequeñas princesas en peligro y un caballero que reta a duelo al Quijote.
La música y la indumentaria del escenario es esencial para comprender el hilo narrativo de las cosas, pero también para representar personajes, por ejemplo, Dulcinea, el amor fantasioso del hidalgo, que aparece como una música de violines, grácil y alegre, en contraste con todos los demás elementos oscuros de la pieza; también es una silueta en una luna a la que el decrépito caballero se encomienda antes de entrar en batalla y a quien le ruega cuando la suerte no le es provechosa.
En primera instancia se podría pensar que es una obra para niños por el uso de las marionetas, pero la intención de la compañía, es demostrar que éstas no son exclusivas para ese público. “Con este tipo de puesta en escena las marionetas cogen una dimensión más profunda, pues el público lee e interpreta”, comenta David Durán, uno de los actores.
Tras una larga trayectoria, Bambalina, ha destacado por su capacidad para conjuntar distintos tipos de disciplinas y elementos experimentales en sus obras. Quijote, según menciona Fígols, también actor de la obra, “fue el buque insignia de la compañía durante muchos años, pero ésta ha ido cambiando con el paso del tiempo”. Entre los trabajos que han realizado, se encuentran Pinocho, Alicia, Cyrano de Bergerac, Pasionaria y La sonrisa de Federico García Lorca.
Kevin Aragón