Los médicos voladores de África del Este, como su nombre lo indica, documenta la historia de unos médicos que se transportaban en avionetas a los rincones más ignotos de dicho continente.
En 1957, el servicio de médicos voladores comienza sus actividades bajo la dirección del doctor irlandés Michael Wood. Los médicos atendían principalmente a los habitantes de Kenia y Tanzania, quienes, debido a lo intransitable de los caminos, no podían recibir atención médica rápida. A finales de la década de los 60, Werner Herzog decide capturar con su cámara la actividad de estos hombres.
Los primeros minutos del documental dan la impresión de que la finalidad del cineasta es hacer únicamente una apología de los médicos europeos que, desbordados de buena voluntad y amor al hombre, dan su vida por la salud del prójimo. Esta idea se acentúa cuando, en sus testimonios, los médicos indican que ellos están librando una lucha contra la ignorancia de aquellos habitantes, que ya no se cuidan ni de espantarse las moscas que les recorren el rostro y que les transmiten una buena cantidad de microbios causantes de diversas enfermedades.
Sin embargo, la película da un giro cuando se señala como meollo del asunto la problemática que enfrentan estos médicos: la comunicación. Lo menos difícil es encontrar un habitante que les ayude a traducir, en la medida de lo posible, el significado de las palabras. El verdadero obstáculo es el choque de dos visiones completamente distintas del mundo, las cuales se configuran a partir del lenguaje en relación con el entorno.
Pongamos como primer ejemplo lo que ocurre con la representación gráfica occidental. Los médicos deciden dibujar un ojo en una cartulina para ilustrar a los nativos los síntomas de cierta enfermedad ocular. Como el dibujo está hecho a escala, sucede que los nativos simplemente no lo reconocen. Igualmente sucede con una mosca: el gráfico es muy grande, pues se espera enseñar a los pacientes que los diminutos pelillos de las patas del insecto son habitáculo de seres microscópicos dañinos para el hombre. Ante ello, los pacientes argumentan que por aquellos lugares no hay nada de ese tamaño y con tales características. Otro ejemplo de la radical diferencia de concebir el mundo es el dubitativo y tembloroso paso de los atléticos integrantes de una tribu al subir los peldaños de unas simples escaleras que conducen a un pequeño consultorio, inseguridad que se explica porque en aquel entorno nunca se han visto unas escaleras.
Los médicos voladores se enfrentan también a la concepción que los africanos tienen de la enfermedad, pues no es “científica” como la occidental, sino que tiene relación con un mundo no material, podríamos llamarlo espiritual, que muchas veces obstaculiza su labor. La manera de resolver este reto es el trabajo coordinado entre ambos médicos, africanos y europeos, para dar un servicio que ahora calificaríamos de “integral”.
El documental nos enfrenta con el eterno problema de la (in)comunicación entre distintas culturas, que las peores veces ha terminado en el exterminio, justificado por una actitud civilizatoria o superioridad cultural. Pero los médicos voladores dieron un primer paso en su labor para lograr establecer un vínculo que fuera más allá de la relación médico-paciente, que es entender que hay un problema de comunicación entre ellos que va más allá de la lengua, y que no tiene nada que ver con algún tipo de superioridad o inferioridad intelectual y cultural. Lo increíble de esta situación de comunicación “fallida”, de acuerdo con el cierre del documental, es que después de tantos años de colonialismo y dominación europea en África, este gran hombre moderno no haya sido capaz establecer una comunicación real con ellos.
José Alfredo Valerio Luna
El documental se proyectó en Casa del Lago, como parte del ciclo de cine dedicado al cineasta alemán Werner Herzog.