El público que abarrotó el teatro, cada cierto tiempo estallaba en carcajadas, se cubría el rostro y se preguntaba si era cierto lo que sus ojos veían. Así transcurrió la función de la ópera Bufadero, que se presentó en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón, bajo la dirección escénica de Alberto Villarreal, con libreto de Luis Ayhllón y música de Herbert Vázquez.
Bufadero es una ópera de cámara en 12 cuadros, un viaje en busca de la verdadera identidad de X, un asalariado más entre la multitud que sufre del encarcelamiento laboral en una oficina mientras juega con la fotocopiadora del lugar, hasta que un día se descompone y provoca que X pierda el control de sí, como si la válvula que le permitiera ser un alineado se hubiera roto de pronto. La pérdida de su instrumento de trabajo y entretenimiento y la cotidianidad interrumpida, orillan al protagonista a querer vengarse del artefacto, ante lo cual es reprimido y por ello perderá aún más la cabeza.
No pasará mucho tiempo para que el personaje obtenga ayuda de un maniquí. Sí, un maniquí con un timbre de voz excepcional de la marca Hugo Boss que lo exhorta a ser un hombre que persiga sus sueños, mismos que responden a las necesidades y aspiraciones de la sociedad moderna, marcada por una cultura de hiperconsumo, en la que sólo la superficialidad es válida.
Ahí es donde comienza la verdadera locura, entre el cruce de personajes y situaciones que forman parte de la realidad e imaginario colectivo: una actriz porno retirada con aspiraciones pseudointelectuales y artísticas, de la que el oficinista se enamora; un niño en pañales que consume solventes; una banda de narcotraficantes que pretende usar el cuerpo de X como medio de trasporte de su mercancía; un Dios al que no se le ve, pero se escucha y percibe a través de una cruz de luces neón, al que X cuestiona por la evolución del hombre y su tecnología, la discriminación y la mala distribución de la riqueza.
Si bien, la obra se presenta como un saturado collage de ideas e indumentaria, con un gran atractivo visual que cae en el absurdo, lo onírico e incluso lo grotesco –como los cientos de pollos de goma que bajan del techo y se instalan como una cortina amarilla en el escenario–, hay algunos temas que destacan, como el del empoderamiento de la mujer, que en este caso se refleja en el papel de Sasha, la ex actriz porno.
Sasha, que en un principio aparece como una mujer llena de sueños y proyectos, sumisa y un tanto indefensa, después se convierte en una figura que adquiere rasgos masculinos –como un arnés con un dildo en forma de falo o una barba poblada–, símbolos de esa hegemonía represora con los que, en algún momento, se sobrepone a los hombres.
El repertorio musical, al igual que toda la puesta en escena, es un complejo juego de articulación narrativa, donde se mezclan y se sobreponen pedazos de piezas –a veces de forma violenta, otras de forma grácil– para representar así el mundo poco común de X.
El público escuchó diversos recursos sonoros derivados del jazz, la microtonalidad, el ragtime, la marcha nupcial de Wagner e incluso la emulación sonora del fenómeno conocido como bufadero –del que la obra obtiene su nombre–, en el cual el movimiento de las olas precipita el agua hacia el interior de alguna gruta marina y, a causa de la presión generada, el líquido es expulsado hacia la superficie a gran velocidad, a través de una hendidura de la gruta en forma de espuma pulverizada.
Kevin Aragón
Bufadero se produjo en el 2016 por el Festival Internacional Cervantino y fue presentada en el Centro Cultural Universitario por Teatro UNAM.