Basada en el relato La hora del diablo del poeta portugués Fernando Pessoa (1888-1935), la compañía La máquina de teatro, dirigida e integrada por Juliana Faesler y Clarissa Malheiros, presentó en Foro del Dinosaurio del Museo Universitraio del Chopo la puesta en escena homónima, que constituye una reflexión acerca de la imaginación, el sueño, el deseo… todo aquello que no está asociado precisamente al mal y que, sin embargo, es territorio diabólico.
Sentado en alguna de las butacas del teatro, el músico, todo vestido de blanco, toca con su violín una melodía. Mientras tanto se presenta el diablo en la escena y saca de unos enormes envoltorios de papel blanco un montón de cabezas del mismo color y las coloca a uno y otro lado de una línea imaginaria sobre la que se pondrán infinidad de varas que simulan los peldaños de una escalera. Así, el escenario queda dividido en dos partes iguales, derecha e izquierda, en las cuales las cabezas yacen con la vista blanca dirigida hacia el público.
El diablo, representado por Clarissa Malheiros, vestido muy formal con un traje oscuro y unos botines de un tacón muy sonoro que delata su andar por el escenario, comienza el monólogo. De pronto, decide pasear por aquellas varas sobre el suelo, colocando sus pies titubeantes en cada una de ellas. ¿Será que sube una escalera?, y si es así, ¿cuál escalera?, ¿la de Jacob, que unía el desierto con el paraíso, lo terrenal con la esfera celeste donde habita Dios?
Pero hay algo extraño en su andar. Por naturaleza, el diablo nunca titubea. La zozobra, el temblor, son acciones meramente humanas, no diabólicas, pues las acciones de éste son siempre determinadas, precisas, de ajuste milimétrico. Aun así, en esta ocasión el diablo vacila en su camino por esa escalera o por ese abismo que separa a unas cabezas de otras en el escenario.
Retomemos algunas palabras del diablo al inicio de la presentación, cuando recorre la escalera, la línea divisoria: Todo vive porque se opone a algo. La línea del escenario opone a los de acá con los de allá, lo alto con lo bajo, la izquierda con la derecha, y sólo así, aquel espacio de Luzbel vive en nuestra mente. De hecho, Dios creó al diablo para hacer posible la oposición de las cosas sin que fuera en sí mismo la personificación de aquello opuesto o del mal; pues ante todo, dice el diablo de Pessoa, no existo, soy el señor absoluto del intersticio y del intermedio, de lo que en la vida no es vida. ¿Los deseos?, ¿los sueños?, ¿la luz de la luna, espejo del sol, mi rostro reflejado en las aguas del caos?
Ni dios ni el diablo tienen jurisdicción sobre la vida humana. Nada se puede hacer contra el Destino. ¿Qué pueden hacer contra la fuerza del Destino, arquitecto supremo de todos los mundos, el Dios que éste creó, y yo, el Diablo territorial que, al negarlo, lo sustenta? El diablo baja del escenario y reparte entre el público galletas de la suerte, que es el único instrumento de adivinación que posee. No, el diablo no es un ser que todo lo sabe, la verdad es que, al igual que Dios, hay varias cosas que no le quedan claras, especialmente en lo que respecta al comportamiento humano y su afán por ver el destino en galletas de la suerte.
Los dominios diabólicos son otros muy distintos. La música, la luz de la luna y los sueños son mis armas mágicas. El sueño es el lado de nosotros en el que nacemos y en el que siempre somos naturales y nuestros. ¿Acaso no es cierto que en nuestros sueños somos libres? En el escenario el diablo se muestra molesto por el mal trato que le dan los seres humanos, y con bastante humor trata de hacer consciente al público de ello.
Pessoa y la adaptación del relato tratan la figura del diablo como el causante de la imaginación, de los sueños, de los deseos. El diablo es el dios de la imaginación siempre velado, pero que, por medio de la puesta en escena, podemos reconocer y ser conscientes de él, escucharlo. Al cierre de la obra queda este simpático ser como empezó: toma un gran trozo de papel y se envuelve la cara con él, posteriormente, poco a poco se lo quita y se va desvelando una máscara. El diablo, con todo y su inexistencia, tiene el rostro oculto de nuevo. Está ahí pero no lo vemos, está dentro de nosotros, somos él: maestro lunar de todos los ensueños, músico solemne de todos los silencios.
José Alfredo Valerio Luna