Sólo puedo pensar con claridad una cosa después de ver Mare nostrum: nada de lo que he visto antes se parece a esta representación. Clasificar este montaje como obra teatral me parece reducido; lo mismo pasaría si sólo le ponemos el mote de performance, sesión de confidencias, concierto, espectáculo audiovisual o cualquier otro de los que salgan. No, Mare nostrum rehúye la categorización y sólo si lo entendemos como un collage podemos acercarnos a entender su propuesta artística.
El espectador entra al vestíbulo del teatro y lo primero que llama la atención es una hilera de ropa tirada en el piso que conduce, por un lado, a un monte de vestidos, camisas y suéteres que descansan frente a una pantalla de televisión, y, por el otro, a la entrada de la sala. Si, como yo, el asistente no se distingue por la puntualidad pasará de largo la montaña de ropa e irá directo a buscar su asiento, sin advertir que todo eso anuncia lo que está a punto de ver. Cuando se abra el telón, no hay actores ni escenografía, sólo una pantalla grande, como de cine, en la que se proyecta un video con una estética paleofuturista (algo así como las películas de 1970 que imaginaban los años 2000).
El mensaje, no obstante, difiere mucho de una idealización de los años venideros; es una descarnada serie de datos sobre el desplazamiento forzoso de personas alrededor del mundo, de gente que muere intentando escapar de sus lugares de origen porque han dejado de ser habitables. La pantalla desaparece, un muchacho de piel negra y unos veintitantos años aparece en el escenario para dar un monólogo de lo más inusual en el que se pregunta cómo puede empezar la obra de teatro que ya empezó; luego, una escena de playa en la que tres personas buscan a un tal “señor Puta”; después, una interrupción lógica para que el muchacho se presente, nos diga su nombre verdadero, su historia y nos hable de sus padres; a continuación, un concierto de una sola mujer, que al terminar, nos habla de ella misma y de cómo ha perdido amigos por la guerrilla colombiana; más tarde, cuando ya apareció el “señor Puta”, uno de los actores (¿es correcto llamarlos actores?) cena con él y se queja de que no le hayan dado pescado, porque le da asco pensar que se haya podido comer a un negro.
Y así sigue el montaje: un bombardeo de fragmentos que giran en torno a muchos temas, aunque con el común denominador de demostrar la rabia que causa la existencia. Desasosegante, conmovedora y vomitiva, aunque también cómica y barroca, Mare nostrum es una propuesta artística osadísima que no se conforma con ser una sola cosa, sino que parece querer serlo todo.
Por momentos, me disgustó su aparente panfletarismo, pero una escena más tarde estaba sorprendido por la sutilidad con que logran criticar la violencia; ya era melodramática, ya trágica; ora podía entender qué estaba sucediendo, ora no tenía ni idea. La compañía responsable de este fenómeno ha llamado laboratorio escénico a Mare nostrum y no podría estar más de acuerdo con ellos: parece que lo importante del montaje era la experimentación, no los resultados, y por eso el espectador recibe una avalancha de experiencias estéticas.
No sé si puedo calificar Mare nostrum como buena o mala (las categorías son insuficientes); sólo puedo asegurar que ensayos artísticos como éste son necesarios y esa es la razón de que celebre la existencia de obras como ésta.
Pedro Derrant
El laboratorio escénico presentado en Mare nostrum fue parte del Festival Internacional de Teatro Universitario 2015-16.