La mítica película El último tango en París (1972), protagonizada por Marlon Brando y Maria Schneider, inauguró la retrospectiva completa del trabajo del director Bernardo Bertolucci que organizó Filmoteca UNAM con la finalidad de contribuir a la celebración del Año de Italia en América Latina.
Una mujer infiel se suicida. El viudo conversa con el amante sobre la muerta para obtener información sobre su relación con éste y, de manera ecuánime aunque hiriente, sin rastro de rencor, dice al hombre que no tiene idea de qué le vio ella de atractivo. Días antes de la entrevista, el hombre había salido a buscar un departamento para comenzar una nueva vida solo. Ahí encuentra a una muchacha, quien se había adelantado unos días a la llegada de su prometido a París, donde ellos han proyectado filmar una película, pues el joven aspira a ser director de cine.
La chica comienza a buscar un lugar donde vivir y, gracias a lo que podría haber sido un feliz error en una película que no fuera de Bertolucci, coincide con el viudo escondido en la oscuridad de aquel departamento parisino. Súbitamente entra la luz amarilla, sus rostros amarillos, sus ropas amarillas. Colores vivos. Hacen el amor en el departamento.
A ese encuentro suceden otros. El viudo decide rentar el departamento. Ninguno sabe el nombre del otro. El hombre comienza a dominarla y ella entra en el juego. La chica es la dulce niña de la caperuza roja haciendo preguntas seductoras al lobo, quien hace gala de un lenguaje fuerte, inusitado entre los amantes que comúnmente aparecen en el cine, en el cual reina un amor romántico. El hombre dice a la mujer exactamente lo que un lobo ansioso, complaciente y medio bruto diría a la más seductora de las doncellas precoces.
A ojo de pájaro, podríamos suponer que la película de Bertolucci trata sobre lo que ahora llamaríamos una relación destructiva. Pero lo medular de ella es justamente que la relación se basa en la ignorancia del otro. Siempre ante un desconocido, lo increíble resulta ser el apego (¿o amor?) que desarrollan ambos. Él sabe que no lo dejará, pues la domina por completo y ella sabe que en el juego ella no puede estar sin él.
Generalmente el agresor y el agredido se conocen lo suficiente como para no pasar los límites y transgredir el juego. En cambio, en el caso de estos amantes su único punto de comunión es el cuerpo mismo, más allá, no se conocen. Ello permite al hombre, por ejemplo, poner como decorado sobre su lecho de amor una rata muerta; y a ella le permite responder que esta vez sí lo deja.
Este ambiente sórdido, lleno de desnudos que muestran de una forma mucho más natural el cuerpo, sin aquellas poses “sensuales” un tanto falsas del imaginario erótico convencional, parecería muy ajeno a nosotros (nosotros situados en el idílico mundo de las películas comunes de amor). Pero la pregunta se plantea en el filme. Las relaciones humanas, incluso las que se representan actualmente en las películas más rosas, tal vez expresan mucho menos de comunión y de armonía espiritual entre los amantes de lo que aparentan. Posiblemente nunca sepamos realmente con quién estamos: “uno nunca sabe”.
La película es trágica. La muerte se justifica, pues uno ha asesinado a otro que en definitiva era un extraño. No tenía nombre, no podía ser nombrado, asido, gritado, no existía.
José Alfredo Valerio Luna