En “La supersticiosa ética del lector”, ensayo aparecido en el recuento de 1935 Discusión, Borges censura la tendencia de algunos lectores por juzgar con los mismos parámetros obras que son totalmente diferentes: todas deben tener tal o cual giro, suprimir esta u otra inflexión, si desean acercarse a la Idea platónica de Calidad Artística (así, con mayúsculas), que es más una ficción que una posibilidad remota. Las imperfecciones hacen una obra humana y si por algo nos interesa el arte es porque conectamos con él en un nivel humano.
Ante esta práctica, Borges opone la idea de una lectura inocente que se deje convencer, vaya con la corriente y, finalmente, entre en el sistema estético planteado por la obra, la aprecie desde sus propios parámetros. En las cinco páginas que en mi edición componen la nota, Borges da una lección de estética que convendría guardar celosamente como un evangelio: cada obra es un paisaje nuevo que debe verse con los ojos que él mismo nos impone.
Hace poco, tuve oportunidad de ver la adaptación Antígona que se presenta en el Centro Cultural Universitario, y que abre con un curioso discurso al público sobre la importancia del teatro en el desarrollo del pensamiento crítico del espectador, al más puro estilo brechtiano. Lo dicho al principio de la adaptación por Sabiduría, personaje agregado al drama original, contradice lo que promete su nombre. En este caso, no aplica aquello de nomen est omen.
Con este diálogo inaugural, la adaptación pretende alejarse del género melodramático y casi oponerse a él autoerigiéndose como tragedia. Cuando vi la obra, esto me resulto anómalo, ya que en el teatro contemporáneo no es habitual escuchar la voz del dramaturgo a través de un personaje: punto a favor por lo inusitado; punto en contra por demasiado obvio. Conforme avanza la obra, ese pequeño acierto se achica poco a poco, a medida que advertimos algo aún más extraño: la manera en que se transforma Antígona en un melodrama. Los personajes principales confrontan, como en el original, sus opiniones: una defiende la ley inmutable de los dioses, el otro la conveniencia de los hombres.
Lo que cambia en relación a la obra de Sófocles, podemos llamarlo innovación, aquí el conflicto no se deja suspenso para llevar al espectador a la máxima tensión, que es interna (es decir la pugna de esos dos polos en su propias consciencias), sino que se resuelve por Antígona. Este hecho transforma la puesta en escena en una discusión dialógica en la que tesis y antítesis valen lo mismo, una sencilla oposición de bueno y malo. La bondad absoluta encarnada en Antígona termina por convencer a los propios agentes de Creonte y al pueblo: una escena intercalada entre el juicio y la ejecución nos muestra al verdugo confesando que Antígona lo ha cambiado de bando y ahora ve con claridad; el pueblo termina apedreando al rey de Tebas y con ello convierte a la muchacha en una mártir, más que en una mujer humana de destino trágico. A esta Antígona lo humano le parece insuficiente.
Entre las virtudes de la puesta, nos encontramos con la escenografía, que es utilizada con inteligencia y moderación: apenas una mesa y unas sillas son necesarias para montar toda la historia, pues el peso mayor se encuentra en las actuaciones, que en algunos casos son buenas y en dos actores, deslumbrantes: las interpretaciones de Creonte y Sabiduría son lo mejor de la obra.
Pedro Derrant
Antígona, escrita y dirigida por David Gaitán a partir del original de Sófocles, se presenta en el Teatro Juan Ruiz de Alarcón hasta el 19 de junio. Consulta los horarios en: www.cultura.unam.mx.